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jueves, 31 de marzo de 2011

Chamán

Ya casi no recuerdo el sitio. Era otra guerra. Como cualquiera de las treinta y seis que siempre hay en danza. Dicen que cuando has estado en una pueden pasar dos cosas: o adoras la sensación de peligro, muerte, adrenalina, sangre y metal zumbando, o lo odias y no quieres volver. Yo soy un yonki de lo primero tratándose de desenganchar, creo.
La cuestión es que una vez me topé con un hombre. Yo lo llamo, en mis recuerdos, Chamán, porque no sé si lo era, o era un cura, un mullah, un rabino, pope o un proxeneta. La cuestión es que fue una noche fría, de esas en la que te sientas entre los escombros de una ciudad en ruinas, entre tres paredes y media, rezando para que en la próxima sacudida de mortero no se te caiga encima un trozo de muro, mientras duermes, meas o cagas, donde el hombre me miró a los ojos.
Ese tonto hecho, el de mirar a los ojos, es algo que no suelen hacer mucho los civiles en los lugares de conflicto. Yo creo que porque temen leer tus ojos y ver lo que has visto, lo que has hecho, lo que has sentido, matado, follado o mutilado. No todos somos iguales, hay monstruos, guerreros, iluminados de su causa, y mercenarios, como yo, que tratamos de cumplir el trabajo acordado (no implica quedarse durante todo el conflicto normalmente), y salir de allí lo antes posible en busca de otro conflicto en el que meter los hocicos. Me desvío del tema.



La cuestión es que ese hombre, el Chamán, me miró. Y sonrió, el muy cabrón. Y en vez de sacar mi SOCOM Mark 23, lo miré muy fijamente mientras su boca desdentada se abría. Le pregunté de qué se reía.
Él decía que encontraba mi destino muy gracioso. El muy cabrón. Decía que el águila de plumas sangrientas se iba a mojar el plumaje, que se me iba a estropear con la humedad. Pensé que chocheaba. Le di un trago a una botella de Rakis casera, fuerte como su puta madre.
Luego, el viejo de los cojones, me dijo que sólo encontraría mi destino cuando dejara de buscarlo entre las guerras y los desperdicios; que así parecía un perro vagabundo, un buitre. Que debía volar y no buscar nada y mi destino me encontraría.
Me cago en el barbas tuerto. Aquí estoy, en la maldita Isla de las narices, caído de un avión, con varios disparos y un montón de enigmas y preguntas por delante y por detrás.

Puto destino. Maltidas Nornas y su retorcido sentido del humor.

Hay que joderse.

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